[Esta "conferencia", por así llamarla, fue escrita para participar en un ciclo de poetas jóvenes, por así llamarlos, durante la Feria del Libro de Minería del 2010. Hoy cambiaría toda la introducción, algunos gestos ingenuos, algunas taras demasiado evidentes, algunos embaucos teóricos que, confío, el improbable lector sabrá identificar; suscribiría sin embargo, ahora como entonces, tal vez con la misma inocencia la misma posibilidad de la revolución anónima, esa "insurrección solitaria" de la poesía, que dijo Carlos Martínez Rivas, y que a pesar de los nombres y los colectivos sigue siendo un trabajo escrito, a mi parecer, desde el pronombre personal nadie.]
Si el pasado es todo aquello que se vive y olvida, y el presente un lugar inasible en vertiginosa sucesión de instantes, el futuro es el lugar y el momento de la oportunidad, de la posibilidad; un tiempo y un espacio por esencia inapresables, móvil como un horizonte que desaparece al buscarlo. La condición del futuro es permanecer como expectativa, como lugar de la necesidad siempre aplazada que por su carácter a la vez, inminente y evanescente, no termina de materializarse. El verdadero fantasma es el futuro, pues a él hemos confiado desde antaño literalmente la posibilidad del porvenir. El futuro es el lugar de la esperanza.
Sin embargo, hace unos años el futuro nos alcanzó de improviso. No teníamos coches voladores ni hacíamos viajes espaciales a la velocidad de la luz. Desafiando todo lo que creíamos saber sobre él y todo lo que como esperanza siempre latente proyectábamos en él, el futuro vino a sorprendernos como el desenlace perverso de la modernidad, un lugar sin intenciones, un lugar de relativización de la verdad, un lugar donde el tiempo mismo fue abolido. Para la literatura con la que nosotros, nacidos en las décadas 80 y 90, hemos crecido, esta relativización ha significado olvidar que uno aprende a conjugar los verbos en presente, pasado, futuro y sus variaciones. Para muchos de nosotros, la llegada del futuro implicó aprender a conjugar en un nuevo tiempo gramatical: el tiempo de lo instantáneo, el de la inmediatez sin origen, sin desarrollo, sin consecuencia.
Partiendo de que el tiempo en la llamada posmodernidad –sea lo que sea que eso signifique- ha sido abolido, la relación de la poesía con ese tiempo sin desarrollo, estático pero a la vez trepidante es conflictiva y a la vez extrañamente familiar. Como en la historia del arte en occidente (en el Renacimiento, en los Siglos de Oro, en las Vanguardias históricas), asistimos a una revalorización de los modelos formales de representación artística; sin embargo, me parece notar que en esta siempre reiniciada conversación con el arte del pasado subyace un matiz que puede tornarse perturbador o conciliador (he ahí la relativización de la verdad): el de la puesta en duda del arte mismo para ser garante de la representación afectiva y efectiva de la realidad.
La desconfianza de poetas, artistas plásticos e intelectuales en la delimitación de las disciplinas artísticas como formas expresas de ver el mundo, iniciada a mediados del siglo pasado, nos llega hoy como la ola de un lejano tsunami, con su aluvión de naufragios y desmembramientos. Chicas de preparatoria adoptan como segundos apellidos el del rockstar de moda y el del marqués de Sade; pensamos en Grecia y Roma con la inmediatez de las monografías de primaria y los documentales del Discovery Channel; se pone en duda la castidad de Jesucristo y la de los vicarios de su iglesia, con una siniestra sistematicidad. Y la intervención de nuestro momento histórico frente a esta Historia con mayúsculas no es redescubrir que todo eso ya estaba ahí, sino la conciencia simultánea y perversa de que todo ese pasado convive trabajosamente sin digerir con nuestro presente, pero además, de que el pasado, ése cuento, por verlo operando todos los días, ya nos lo contaron. Me parece que la fórmula profética de Octavio Paz, en nuestro momento histórico adquiere la plenitud de su vigor: Todos los siglos son este presente, y aún, todos los siglos están siendo este presente, incluso los siglos que aún no llegan, pero de los que pareciéramos, en nuestra orgullosa superioridad tecnocrática, tener ya alguna memoria.
Imposible hablar en nuestros días de nacionalismos. ¿El azar de una geografía nos determina como proyecto histórico y político a pesar de que trabajamos en compañías transnacionales, utilizando electrodomésticos japoneses, comprando piratería china, leyendo poetas sudamericanos, escuchando música en todos los idiomas del mundo, apesadumbrados moralmente desde niños por la inimaginable pobreza de África y testificando la pobreza inmediata y brutal de los indígenas que conversan entre sí por las calles de la ciudad, mientras pasamos, en idiomas de los que no tenemos noticia de su existencia? ¿El hecho fortuito a todas luces de haber nacido en este –así llamado- país, implica, para los nuevos poetas, seguir haciendo el mismo poema costumbrista que se viene escribiendo con cien manos distintas desde hace cien años, y permanecer ciegos y sordos a las influencias literarias que nos llegan de Sudamérica, Estados Unidos y Europa, tanto como de la poesía coreana y japonesa, en pos de la supervivencia de un constructo fantasmático y nostálgico que, por falta de otro nombre, llamamos México? No es por cierto nuestra intención, en el año del Bicentenario de las Revoluciones, levantarnos en armas –otra vez- o hacer un llamado público a la histeria colectiva –otra vez- para derrocar un gobierno con el que, como siempre, nos es difícil relacionarnos. Pero ciertos de que el arte en general y la poesía en particular no son actividades inocentes, es decir, ciertos de que un poema es un posicionamiento político frente a la realidad y que tiene la facultad de actuar en ella, la llamada Tercera Revolución Mexicana no ha necesitado manifiestos, ni marchas, ni programas: está actuando hoy, en esta sala, en las calles que nos rodean y en las ciudades de todo el país.
Es una revolución de la conciencia que no es menos subversiva por no salir echando balazos. Una revolución que consiste en asumir las condiciones de producción del arte sin cuestionamientos hueros a un Estado que no está en posibilidades de ser un verdadero proveedor cultural, un Estado que ante su urgente necesidad de reinventarse no puede sustentar ni dialogar con obras y movimientos artísticos críticos de su presente. Una revolución carroñera, que toma lo que tiene enfrente y lo asume y lo transforma: una calle, un espacio, un bar, una escuela, en ocasiones un centro cultural, con más frecuencia un jardín o un parque, y ese parque infinito (en ambos sentidos, lugar de esparcimiento y arsenal de municiones) del internet como plataforma ubicua y desinteresada.
Esa revolución que ha tomado pocas prensas pero muchas bandejas de entrada de correo electrónico. Esa revolución que sale poco en la sección de cultura de los periódicos pero es la realidad cotidiana en diferentes espacios públicos de esta ciudad, alimentada por la frenética actividad de artistas y una inusitada variedad de terroristas culturales. Una revolución sin líderes, sin enemigos claros, sin mártires y sin proclamas: una revolución de la actividad diaspórica. Una revolución sin héroes: una revolución anónima.
La poesía de la que queremos platicarles hoy se produce en un contexto como el que sumariamente he intentado exponerles. Hablar de impasses, de estancamientos, de reiteraciones en el contexto de la poesía mexicana más reciente, es hacer acuse de miopía y de una incapacidad soberana para leer el presente desde sus perspectivas más inmediatas. Haría falta discutir mucho más, por supuesto, pero me gustaría plantar aquí la semilla del árbol de la dinamita, la que tal vez vivamos para ver crecer como árbol de fuego: si hay Revolución, y si esa Revolución sirve para algo, ya empezó, está aquí, ustedes son directamente responsables de ella tanto como nosotros y los que ni la sospechan. Tal vez ustedes no lo entiendan, pero a sus hijos les encantará. Los verbos del futuro se conjugarán en yo, tú, él, ella, nosotros, ustedes y nadie.
Ciudad de México, febrero y 2010.
Creo, aunque no estoy segura, de haber estado en Minería durante esa ponencia, llegué con Javier Norambuena... las palabras se me hacen conocidas y este texto es tan inteligible que siento haberlo escuchado. Independientemente si fue así, o lo soñé, me gusta, me habla. Lastimosamente, la plataforma no es tan desinteresada en el ahora, pero sus palabras siguen siendo igual de claras. Otro abrazo.
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