En los años que llevo investigando el sueño, sus particularidades y las formas en que la conciencia se aparece o difumina en él nunca había experimentado nada como lo que pasé anoche. Luego de una meditación ni siquiera tan profunda --y de un día con sucesos que, por su carácter mismo de imposibilidad, destruyen las referencias de la realidad, por lo que un poco más o menos nada tiene sentido-- pasé por una forma de sueño lúcido desconocida al menos para mí; fue como si mi conciencia fuera un Dante llevado por virgilios hacia el fondo de mi inconsciente, o como si en un estado de parálisis parcial pudiéramos entrar caminando al terreno del sueño con todos los sentidos alerta, una exclusión que ha sido fundamental para el estudio del sueño de Artemidoro a Sartre: uno no entra al sueño con los sentidos alerta. Esos se quedan acá.
Pero ayer no.
Recostado en la posición que la escuela Bö prescribe para hombres en canal central, noté que el escalofrío que precede a veces al sueño era tolerable por mi conciencia; todas las pruebas que se pone el cerebro para saber si está despierto y que creo conocer tan bien --los escozores súbitos, los vértigos, las pruebas de alerta en las que sólo reparamos cuando nos ocurren en estado alfa-- no lograron perturbarme ni sacarme de concentración, aunque sin duda me sentía perplejo y no dejaba de experimentar la contradicción que suponía el estarlos percibiendo, como si de pronto, al sumergirnos en aguas profundas, notáramos que es posible respirar sin dificultad.
Lo más parecido a eso antes fue una vez que logré escuchar las voces del sueño y seguir escuchando las voces de un grupo de compadres que bebían en el callejón bajo mi ventana en una casa que habité hace mucho. Sin importar su contenido, la existencia de un grupo de voces de hombre, en el callejón, representaba la realidad misma, mientras que las voces del sueño --un coro femenino-- eran la existencia misma del sueño. He descrito en alguna parte esa sensación como sumergir la cara en una pileta o cantidad de agua mientras los oídos se sumergen y resurgen a voluntad; esa diferencia de registro en la percepción sonora es una buena metáfora de la sensación que tuve ese día, pues sin abandonar la función misma de la escucha podía prestar atención alternativa o simultáneamente a unas y otras voces. Pero lo de ayer extendió mucho más ese registro.
Primero noté que tenía erizados los vellos del brazo derecho en una zona cercana al codo; luego noté que si fijaba mi atención en esa sensación podía transportar lo que sea que hacía que el vello se erizara, hacia otras zonas del brazo. Era como llevar un vértigo en una copa, como ver un fantasma. Si me emocioné no lo recuerdo, solamente seguí llevando ese vértigo de una zona a otra de mi piel hasta que pude sentir mi cuerpo completo a través de ese vértigo, ser consciente de cada uno de los procesos que se llevaban a cabo en mi cuerpo. Versiones de esta meditación son utilizadas cotidianamente en el sueño lúcido a través de meditaciones de intención que, junto con la atención, es uno de los ingredientes de la vigilancia consciente al interior del sueño. La diferencia ahora fue que el sueño ocurría en mis sentidos, que estaban agitados, agudos y sensibles, a la vez que mi cuerpo permanecía en una calma de muerte, mar en reposo.
Noté que, transportando la atención sin mucho esfuerzo de una idea o una intención hacia otra podía hacer que mi cuerpo experimentara distintas sensaciones que comenzaron a convivir con el material onírico latente. Es decir, si pensaba en una mujer la sensación de su cuerpo se apoderaba de mí y podía sentirme penetrándola y abrazándola como si ella efectivamente estuviera ahí, como si pudiera verla con el cuerpo. A pesar de esa tentación que suponía (aunque luego de jugar un poco) traté de explorar otras posibilidades de ese estado de conciencia, más allá del mero placer físico. Me fijé la intención de experimentar la muerte. De morir cientos, miles de veces. De aprender propiamente a morir, de flexibilizar mi conciencia para aceptar las condiciones de su propia disolución.
Me sentí a mí mismo entrar volando a bordo de un dragón de jade a un palacio hecho de oro y perlas. Las paredes, el techo considerablemente alto, todo estaba lleno de joyas vivas. Primero pensé que las galerías de ese palacio estaban estructuradas como un cuerpo, pero luego me di cuenta de que estaban estructuradas --adivinaron-- como un lenguaje. Como en esa clase magistral de Lacan en Louvin, 1972, el pensamiento se pensaba a sí mismo y encontraba eco en esa red o fibra óptica/nerviosa conformada por los estudiantes que escuchaban. Lacan estaba al mismo tiempo dentro y fuera del discurso. Era capaz de echar a andar un discurso sin perder de vista una suerte de metaconciencia discursiva que le permitía sortear y evidencia las trampas del discurso mismo. Recordando la experiencia de hace unas horas (mi ciclo de sueño no llegó a 6 horas en total) siento que esa tensión dentro-fuera del discurso es análoga a la que sentí, como cuando Lacan dice la transferencia es el amor y luego se pone a desdecirlo, a apuntar las "trampas" de las que la fórmula está plagada, atendiendo con extraordinaria sensibilidad a los ciclos de comprensión y sedimentación de la idea al ser expuesta en voz alta, como una piedra con sus consabidas ondas concéntricas al ser lanzada en un lago.
Estuve en guerras, como tantas veces en mis sueños. Fui perseguido, cazado, escondido y encontrado, evadido, destrozado en una forma corpórea y reconstruido en otra, muriendo muertes sucesivas y reapareciendo otra tantas veces, sin perder, al tiempo que lo experimentaba, la conciencia de mi entorno, de mi habitación y de mi cuerpo concretos, de los ruidos circundantes, la música de la calle, el tránsito, un helicóptero trasnochado, incluso los mosquitos picándome en la espalda destapada.
Hace tiempo se me ocurrió que el sonido del mosquito es lo único que no se deja soñar: es el sonido mismo de lo real --no de la realidad-- que irrumpe y fija la condición ilusoria tanto del sueño como de la vigilia; un sonido que dispara todas las alertas, todos los ciegos instintos de destrucción, un sonido, en fin, que activa la conciencia vigilante y que se contrapone al sueño. Pero había entrado en tal dinámica que incluso el sonido del mosquito aserrando zumbidos cerca de mi oreja fue incapaz de romper mi concentración.
Y es que ayer recibí un libro que no existe, o mejor dicho, que no debería existir. Un libro maldito, propiamente. Tener ese libro y estar expuesto a él es como estar frente a un monstruo. La existencia misma de ese libro y el que yo esté en posesión de él ya es suficientemente peligroso en sí mismo como para seguir hablando de él, pero ese --entre otros-- fue un evento que cimbró los referentes de mi realidad, que me ayudó a persuadirme del carácter ilusorio de esta, y de tratar, acto seguido, de ver cuánto somos capaces de doblar sus mecanismos, de evidenciar sus trampas.
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