Primero noté que la cerradura se veía diferente, pero al principio no pude saber por qué. Raro. Al entrar al departamento noté un par de puertas abiertas que no suelen estarlo. Entré con cautela. Nada nos prepara para notar las pequeñas diferencias más que la convivencia con lo cotidiano: el hábito, la costumbre, la distancia entre los objetos y su lugar invariable, incluso dentro del orden caótico en que tengo las pocas cosas que tengo, conforman la red de movimientos en el espacio de lo propio. Pero esa costumbre de lo propio y de los objetos con que habitamos lo propio puede venirse abajo en un segundo.
Al entrar a mi habitación me di cuenta que ese orden --a medias desconocido hasta que se ve perturbado-- ya no existía.
Los ladrones se robaron dos computadoras, dinero en efectivo, mi Kindle y el dos de oros de mi Tarot, además de muchas pequeñas cosas de poco valor económico, pero mucho valor emocional. Por ejemplo, un viejo teléfono con fotos y grabaciones de textos que ya nunca voy a recuperar. Otro viejo celular con un video que tomé en Cuba a un poeta de San Martín, cuyo nombre no recuerdo. Una pluma fuente que ronroneaba y no se tapaba nunca. El robo es un movimiento de reapropiación económica, de redistribución de capitales. Los capitales económicos, para el ladrón, sólo siguen el flujo de capitales económicos; pero los simbólicos son irreparables, incluyendo la sensación de lo propio del espacio: mi lugar fue violado, ¿cómo volver a sentirlo mío? ¿Lo sentía como mío antes, del todo, o bien el saqueo --económico y simbólico-- al radicalizar la pérdida, me otorga la propiedad de mi espacio y mis objetos precisamente por el hecho de haberlos perdido?
Como si uno sólo fuera dueño de lo que pierde.
A medida que la memoria se va acostumbrando ("se hace a la idea") a las pérdidas más urgentes y dolorosas, cuando lo práctico y lo inmediato queda más o menos resarcido, las pequeñas pérdidas van subiendo a la superficie y toman su lugar en el verdadero inventario de la pérdida: nos damos cuenta que perdimos cosas que dábamos por sentadas, e incluso otras que, de tan postergadas, en realidad habíamos perdido a plazos ya durante mucho tiempo. Es el caso de mis discos duros donde tenía muchos textos sin revisar, borradores que buscaban su momento para concretarse en textos, en fin, el trabajo de muchos años convertidos en humo, en polvo, en sombra, en nada. Textos que buscaban su concreción y su forma, que estaban enfriándose y permitiéndome tomar distancia con respecto a ellos, tal vez para evaluarlos nuevamente y reescribirlos o bien para olvidarlos y borrarlos, como también suele hacerse. Textos que ya son el recuerdo de lo que nunca van a ser.
Y se siente bien. De pronto me siento ligero, porque los rastros --el archivo, al menos en parte-- de mi identidad se han perdido. Es como si no hubiera escrito todo ese montón de cosas que a fin de cuentas ya no escribiré, porque escribiré otras. Y me provoca más curiosidad lo que no he escrito que lo que ya escribí.
Me duele no poder seguir trabajando en textos que estaba disfrutando escribir. Uno entiende de pronto la magnitud del sentido de la palabra irreparable: las cosas se pueden recuperar --incluso la minuciosa colección de ebooks que tenía almacenados en el Kindle--, pero un texto incluso al nacer aparece como pérdida pura, como discriminación de versiones, como la insistencia de una versión sobre otras. Como pura necedad, y si tenemos un poco de templanza, como insistencia. El espacio textual no puede tasarse ni valorarse en términos económicos: es una instancia de vida. Eso no es mío, por eso no pueden quitármelo. Eso me es. Esa insistencia no se roba, no se presta, no se puede encarcelar ni mutilar: es toda o nada, o mejor dicho, toda y nada. Se aprende pero no hay forma de enseñarla. Sobre todo no se puede decir que uno posee una insistencia de este tipo --la escritura--, sino que la ejerce (decir que uno "es poseído por ella" sería acaso un exceso). En todo caso no hay apropiación: escribir es olvidar. Es ser otro a medida que las pérdidas se acumulan y llegamos con nuestros dolores y nuestro rostro de ministerio público a la página en blanco. Y cuando la ves te das cuenta de que en esa página está todo lo que necesitas. Si pudieras tener algo, te dices a ti mismo, sería esto. Y con esto es suficiente.
Alguna vez hice voluntariamente "la pérdida". En ése entonces descarté físicas letras como parte mía. Mutilé fuera los cuadernos, pesaban.
ResponderEliminarConcuerdo contigo en el reencuentro. Un amigo le llama "paja" a todo lo que encierra en un libro (por ejemplo) la idea pura, la imagen sólida (si es que la hay).
Concuerdo contigo en lo que queda: la página en blanco, que es aún mas límpida, sin la sombra de que aquello acumulado.