Sin buscarlo, pero no fortuitamente, encontré el número 86 de Vuelta (Enero, 1984) Sin buscarlo porque no me propuse encontrarlo; tampoco fortuitamente porque no pude sino encontrarlo, lo que es decir, no pude evitar una cierta forma de destino, cierta forma de cumplimiento, hallándola.
Acaso lo que experimentamos al leer cualquiera de esos textos irremplazables en que asistimos al encuentro de nosotros mismos, no sea sino la constatación de que hemos coincidido brevemente con nuestro destino, la evidencia de la suprema (que no necesariamente divina) indeterminación de las cosas. Y la prueba de lo irremediable de esta clase de encuentros es que se producen sin buscarlos, pero no parecen venidos sin más del azar: no pudieron haber sido de otra manera: ocurrieron así. En aquel número fue incluido un relato corto de Jean-Marie Gustave le Clézio (Niza, 1940) y premio Nobel de Literatura 2008. Esta fama reciente de le Clézio (de quien confieso no haber escuchado sino hasta hace poco –así como antes no había sabido ni de la adorable Doris Lessing, ni de Pamuk, ni de la insufrible Jelinek, aunque sí de Pinter, por lo que me alegré mucho de verle entrar en su silla de ruedas al Olimpo…) fue determinante para que decidiera (¿alguien decide algo en realidad?) comprar este número de Vuelta y no otro. Porque si algo tiene de bueno el Nobel es provocar la atención, y en ocasiones, la lectura voraz del homenajeado, así como reediciones y traducciones exprés, en fin, discusiones, teorías conspiradoras, el asunto de la justicia; amén a estas consecuencias, en audaces ocasiones, incluso le otorgan el premio a buenos escritores.
Los relatos de mar y piratas no han sido determinantes en mis lecturas. He disfrutado a Conrad, y el Moby Dick de Melville fijó algo definitivo en mi carácter. “Diario de un buscador de oro” de J. M. G. le Clézio es el relato en cuestión, y agente de mi fascinación absoluta.
Muchas vertientes convergen en el relato del buscador: el mito familiar (“Vine a Comala…”), esa reconstrucción, esa indagatoria que acaso sea la más importante que puede hacer un hombre; el mito “estructural”: el abuelo le Clézio-Jasón buscando el tesoro del pirata en ínsulas remotas donde el viento en vez de ir, vuelve; y la búsqueda personal: claro, todo viaje es viaje hacia uno mismo, así como todo sueño, todo indicio de tesoro y mapa o cofre enterrado nos pone en la ruta de nosotros mismos.
“Destino” es una palabra peligrosa. En este, mi tiempo, equivale a consentir una derrota, a sabernos derrotados por la fatalidad; fatalidad que un tiempo progresista, post-positivista, no puede permitirse: hay que planear. Un tiempo de indeterminación histórica (el posmodernismo que pareciera ser la compilación misma de intentos por definirlo) sólo puede producir una visión de mundo indeterminada, donde lo indeterminado es lo real; donde, sí, todo es posible, pero la posibilidad se atenúa en esa fijeza de lo indeterminado, de lo que no tiene forma, al no tener el hombre ningún horizonte frente a sí, no otro que el de la pura sobrevivencia. Parece que no avanzamos mucho desde el homo-erectus, asolador de la tierra infinita; debemos aprender a relativizar los logros, ¿qué estamos ganando realmente? Seguimos siendo la bastardía de los dioses, después (literalmente) de todo.
Como en todos los relatos maravillosos (además de una princesa), en el de le Clézio importa más la manera en que está contado que la misma materia narrativa; y como en todos los relatos maravillosos, una y otra son indiscernibles. Alternando con el personaje Jean-Marie sobre las islas volcánicas del Índico, el abuelo le Clézio, otrora flamante abogado mauritano (sumergido en un mar de deudas, expulsado junto a su familia de la casa donde nació), por el hallazgo de una carta (hallazgo que debemos imaginar fortuito) donde un sobreviviente de cierto navío pirata consigna la ubicación de un magnífico tesoro (único calificativo que admiten los tesoros que vale la pena buscar) se hace a la mar infinita, poblada de peligros y espejos, en una desangelada, pero no menos esperanzante, Argos-comercial. Sus andanzas de geómetra lo llevan a trazar puntos imaginarios sobre una extensión más bien modesta de terreno, donde según el mapa, habría de hallarse el tesoro enterrado; su mayor hallazgo en días será un cangrejo. Las relaciones de su trazado (líneas imaginarias, andamios invisibles y abstractos como números, tensión que da sentido a las constelaciones) son el laberinto donde se pierde treinta años. Pero debemos saber que estar perdidos es un decir, porque nadie se pierde si no sabe precisamente a dónde va.
El abuelo le Clézio-Jasón sabe que hay líneas del mundo que llevan a tesoros, y que la línea que lo ocupa es sólo una entre muchas posibles; pero más importante que esto, sabe que lo que debe hacer es buscar la coincidencia de su línea terrestre con la otra línea, áurea del tesoro. Debe buscar la coincidencia del tesoro con su posibilidad de hallarlo; pero apenas tiene traza de su ubicación, un ramillete de suposiciones: cierta inclinación de pedruscos, la posición relativa de un tamarindo con la estrella polaris, rocas, indicios, con suerte, dejados por el pirata. Pero la suerte no tiene nada que ver con hallar un tesoro. Uno coincide con la línea del tesoro o no (¿el tache de los mapas de caricatura sería la intersección metafísica de la que intento hablar?) Si se da la coincidencia, la sincronía, le Clézio-Jasón pagará sus deudas, recuperará su casa, será un hombre rico y acaso feliz; si no, su nieto Jean-Marie reunirá sus papeles y le seguirá la pista por geografías reales e imaginarias, a través del tiempo, se reconocerá y se hallará el mismo y otro; escribirá un gran relato.
En mis días, la función de los dioses parece más invisible que nunca. Nuestra relación con ellos no es ya incluso la de dudarlos, esa forma desesperada de la esperanza. Es de absoluta indiferencia; la negación de toda posibilidad en un mundo donde, alternativamente, todo y nada son formas abiertas de posibilidad. Pero todos nuestros actos nos están destinados; no de una manera predeterminada, “desde el principio de los tiempos”, sino al revés, desde el ahora que áridamente se vuelve pasado y nunca. O siempre. Los absolutos se relativizan en sus contrarios a través del acto humano, tentación a la suerte, reincidencia, elección; destino es construcción, pero cuesta pensar que se construye destino con el acto de aquí, con este movimiento, con estas palabras. El presente es trágico por irremediable. Buscamos evadirnos por las ramas de lo posible, pero estamos condenados al aquí permanente, al ahora que es lo cierto. Somos héroes.
jueves, 6 de noviembre de 2008
La tragedia del ahora
Postulado por
Javier Raya
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