Un hombre larguirucho y medio parapléjico pasa arrastrando una tranca de metal por la acera. Un segundo hombre sale del interior del café y lo llama por su nombre. Se encamina con paso ágil a ese hombre de barba negra, joven, alto como un minarete a pesar de la joroba, delgadísimo, de mirada inocente y perdida, irremediablemente extranjera. Le hace un par de preguntas, lo lleva adentro sorteando mesas y accidentes, lo sienta en la cabecera de su mesa. La llegada del hombre larguirucho es recibida con curiosidad y expectación; los comensales le preguntan cosas, lo miran con ojos llenos de avispas, miradas entre punzantes y rápidas, risillas de aprobación, como si el recién llegado fuese un explorador legendario, un pirata, un extraterreste. No me hubiese sorprendido que el hombre de traje, el anfitrión, lo hubiese presentado a la comitiva con una frase mezcla de complicidad y elegancia, “el doctor Livingstone, supongo”, y que este café no fuera sino el lindero del lago Tanganica al anochecer. Así el extraño asombro de este espectro, como un escocés en medio de la selva. El hombre larguirucho por su parte les devuelve expresiones nerviosas de algo entre asentimiento y precaución, como un animal herido. Su mirada hueca no enfoca nada preciso, y parece que más bien barriera la superficie de los objetos al mirarlos; les presenta una boca muy abierta y torcida, de donde salen frases telegráficas, balbuceos entre infantiles y fantasmales, tensos hilos de saliva que una mujer no fea se apresura a limpiarle con una servilleta, sin asco.
Le piden una naranjada grande “con poco hielo”, porque los adultos no deben permitir que los niños tomen cosas frías en la noche, supongo. Sigo brevemente la coreografía de preguntas, balbuceos y servilletas. Vuelvo a lo mío. Me pongo los grandes auriculares circumaurales: son enormes y tienen bocinas acolchonadas que aislan las orejas de todo ruido exterior. Dos abogados del gobierno se halagan mutuamente y conspiran en la mesa de junto entre groseras risotadas, en la terraza. Son como moscas, pienso, celebrándole el uno al otro las costras de mierda pegadas a las mancuernillas. Los auriculares (ese es su nombre correcto, los audífonos son una prótesis para la sordera), al menos, le dan a uno la sensación de portar una escafandra portátil, de otorgarle al que los usa un título honorario en el país submarino de los sordos, de los tarados, de los que no están autorizados para responder a ninguna pregunta seriamente, de los que no desean más café, de los que son incapaces de formular ninguna opinión, con la suficiencia soberbia, casi con la aristocracia que sólo conceden las enfermedades incurables. Los auriculares son un gesto hostil, infructuoso, evidentemente, contra el zumbido de los abogados que comienzan a aterrizar en el resto de las mesas. No pongo música. Desearía un poco de silencio para volver a mi lectura pero la algarabía en torno es notable. Parece que una fiesta se hubiera asentado en el café con su vestido de papel de colores, con su máscara. Eso ganas por salir de casa, Raya, me digo.
Al volver la vista al interior del café observo una nueva escena: esta vez se turnan, uno a uno, los comensales para tomarse fotos con el hombre larguirucho y medio paralítico, visiblemente retrasado. Me debato entre asumir un morbo que me acercaría a la abyecta condición del curioso, del turista con cámara al cuello —casi un escándalo en el fondo de mí mismo, pienso— y la urgencia de concentrarme en la escafandra, en su música invisible, en la excepción del mundo que constituye hundir los belfos en un libro. Fallo. Están ya tomándose la foto grupal, como en esas imágenes amarillentas de los expedicionarios al África en el xix. Claro, dejemos constancia del encuentro con el buen salvaje, panda de imbéciles. Pero esos salvajes les ofrecerán potajes curados en cuencos de barro cocido con excrementos de gatos feroces; contagiados por el entusiasmo de la aventura beberán de los riachuelos, como las bestias. Contraerán la yardia, la disentería, la malaría. Fieles al encanto, morirán entre grandes dolores estomacales, bufando, echando espuma por la boca y con el ano prolapsado antes de siquiera imaginarse de regreso a esa obscena coartada del espanto, la civilización occidental.
El hombre larguirucho, idiota, visiblemente retrasado pero también cansado parpadea frente a los flashes de las cámaras y los celulares. Ha pasado una buena media hora y le ha dado apenas un par de sorbos a su naranjada. O será que los hielos simplemente se han derretido en la superficie gomosa del vaso, al igual que el furor provocado entre los comensales por su inesperada visita. Debo pedir la cuenta. El espectáculo del aburrimiento, la vista del salvaje siendo devuelto a su errancia, a su hábitat natural, como un pez que se mide, se pesa, se fotografia y se devuelve al mar; ese retorno al camino, esa vuelta al paso torpe y pesado, al arrastre de la tranca que utiliza el larguirucho para sostenerse con dificultad, entre difusas promesas del hombre de traje, la entrega disimulada de un billete arrugado que el salvaje será incapaz de tomar con sus dedos tullidos, doblados monstruosamente como raíces, de la despedida silenciosa, como Stanley dejando a Livingstone a su suerte en Tabora en medio del zumbido de las moscas que desovan dentro de un elefante muerto, digo, el hartazgo de la convivencia entre los hombres, me resultará pronto intolerable.