domingo, 24 de febrero de 2013

24 horas con Nadie

Como me dijo alguna vez DG, teorizo mucho sobre la desaparición, pero no estoy dispuesto a desaparecer. No tengo, tal vez, lo que se necesita. Vocación de humo, un paso más leve, un desaprender de las huellas.

Puedo fantasear con ser Nadie. Imaginar lo que haría si no hubiera. ¿Qué? ¿Sujeto, presencia? Archivar mapas del Tibet, conocer las rutas de los sherpas, afilar rudimentos de hindi. Pero pesa demasiado la presencia, el nombre de uno, los afectos.

En la órbita de una desaparición doméstica, un breve viaje puede ser un simulacro de esa desaparición a la que acaso no nos atrevamos nunca. El celular se apagó, como suele pasar. No hubo remedio. Horas sin saber la hora, sin saber qué pasa en el mundo, sin platicar con los amigos, sin recibir ninguna noticia. Ningún pendiente. Ninguna prisa. Feliz olvido de todo.

Caminar en medio del desierto con la música de una fiesta muy shandy a lo lejos. Las estrellas parecen más cercanas, y el cielo aún más grande. El frío sabe nuestro nombre, lo pronuncia en voz baja en nuestros huesos. Feliz olvido del cuerpo. Beber, bailar. Nos llamamos bailando. Nos llamamos cuéntame de dónde eres. Nos llamamos no sé cómo regresar a casa.

En esta ciudad de provincias nadie conoce nuestro nombre, pero platicamos con los taxistas con esa familiaridad local que conseguimos en todos lados. Somos de todas partes. Nunca me siento tan extranjero como en mi propia casa. Pero allá no. Allá, a ratos, fui local, jugué de local. El francés se me agotó. El inglés se me afiló. El español se le agotó a ella. El inglés fue el salvavidas. Y el desierto que sabe callar en todos los idiomas.

Conectar el celular llegando a casa. Tomar un baño, por fin. Notificaciones, notificaciones, alarmas, noticias, mensajes, ruidos. ¿Y si no contestamos? ¿Y si apagamos el celular definitivamente? ¿Y si hacemos de la disponibilidad un bien precioso que compartimos apenas con los más cercanos? ¿Si ni siquiera con ellos? ¿Y si nos presentamos como Nadie?

Así, como esta palabra oculta en la blancura. Estar de este modo en el mundo.

viernes, 15 de febrero de 2013

La posibilidad de un horizonte



El siglo xix brindaba una oportunidad real de fuga, de evasión, nombres antiguos para designar la posibilidad de la aventura. El viaje de exploración, la conquista (con toda su incorrección política, si se quiere), suponía un horizonte real, es decir, un horizonte desconocido. La tormenta perfecta del capitalismo implica la domesticación del horizonte. El mundo se fue haciendo cada vez más pequeño, más cercano, literalmente "al alcance de la mano". No hay más que leer a Paul Virilio para ver esto.

El horizonte cabe literalmente en la mano, pues el iPhone o lo que se quiera nos permite llevar el horizonte a cualquier lugar, en nuestro bolsillo. Agotamos la posibilidad de la experiencia y del testimonio sustituyéndolas por la información; el dato sustituye la visión. No hay visionarios: este nombre alguna vez designó a alguien que podía ver lo que estaba más allá del horizonte, lo que no era visible desde el puerto, desde el punto de partida. Lo lejos ha quedado cancelado definitivamente.

No hay lejos real, pues el punto de origen está interconectado y está en cualquier parte. No hay punto de referencia para medir lo lejos; todo sitio es terminal de ida y vuelta. No hay hic svnt dracones, no hay espacio imaginario para que habiten los monstruos, sino acaso algunas zonas suburbanas que pueblan las pesadillas de los burgueses.

Estamos atrapados en el planeta, por eso el meteorito que ha caído esta noche en Cheliabinsk abrió, aunque fuera por un momento, la posibilidad de un horizonte. Este objeto mortífero nos hizo vulnerables otra vez, nos hizo olvidarnos de que somos la especie que produjo a Bruce Willis y la bomba atómica, que somos unos simios a los que la genética les jugó la mala broma del lenguaje, que fatigamos la Tierra con nuestros pasos esperando nada más que la catástrofe final.

Un joven del siglo xix, incluso del novísimo siglo xx tenía varias perspectivas reales de aventura. La migración, el mar, la guerra. Hoy no. Lo que tenemos es el sistema, el sistema del que hablamos como si pudiéramos evitar ser parte de él, como si se tratara de un ente autónomo o imaginario, un animal mítico del que se habla de oídas pero que nadie ha visto y que se conoce únicamente por los rastros de sangre a la salida del pueblo; un sistema que toma algo hermoso y le estampa un logotipo en la frente, y le hace una campaña de comunicación y le construye a la medida una pauta en redes sociales. Lo que tenemos es la celebración de la estupidez rampante y videos de niñas que se apuntan con una pistola porque sus madres no las dejan ir a una fiesta. Lo que tenemos es una infancia anestesiada por el olor a plástico, pálida, doméstica, vegetativa. Lo que tenemos es la puta campaña de Victoria's Secret para saber que ya es navidad otra vez. La única épica de la clase media es el amor y la tragedia es que el deseo no se coordine. Lo que tenemos es un puto blog para decirle al mundo (compuesto de un puñado de lectores u observadores casuales, como en un accidente de tránsito) cuánta repugnancia nos provoca. Lo que tenemos es el puto Tuiter.

Si no se cancela definitivamente la inteligencia, tal vez en el futuro alguien recuerde cómo en el siglo xix hubo uno que realmente vio venir este marasmo de porquería, esta retórica de publicistas y diseñadores. Alguien que hizo suya la tarea de emprender la última revolución metafísica, la última aventura. Un hombre que se transformó en Peter Pan y que nunca creció. Un hombre que, viendo que la literatura era una piscina de mierda donde todos beben margaritas bajo el sol, decidió dedicarse a la única labor verdaderamente honesta que tenía a mano, la única lo suficientemente cínica para no necesitar un manual de procedimientos, una pauta de estilo, una negociación con ONGs, convirtiéndose en el único hombre moderno que no quería salvar al mundo. El último hombre que pudo verse en el espejo sin escupirse. Entonces Arthur Rimbaud caminó la ruta que se interna en el África negra y se dedicó a traficar con esclavos y armas hasta el fin de sus días.

Putos todos.

miércoles, 13 de febrero de 2013

El sueño de la cura

Durante los últimos dos días he vivido en el país de los enfermos. En la última siesta larga que tomé he soñado lo siguiente: caminaba por la calle y encontraba a mucha gente que conozco, amigos y no, pero no me acercaba a ninguno; antes me escondía o los burlaba. Además no quería que me vieran así, todo enfermo y tal. Quién sabe cuánto le duela, además de su salud, al enfermo perder su vanidad. En fin. Que al dar vuelta a una esquina decidí "ir a mi café favorito", por lo que empecé a elevarme en el aire, sin prisa, silbando incluso. Temí por un momento que el viento me estrellara contra los edificios. El café estaba a ras de la calle, pero las mesas estaban situadas a una altura considerable, unos 100 metros. La única reservación para ese café es llegar volando. Subo a "mi mesa de siempre" pero la veo ocupada por un individuo con pinta de borracho o muerto. Hay una pareja en la otra mesa, que no dice nada y sólo miran los platos vacíos. Me siento en la mesa del muerto que en realidad es mi mesa. El mesero llega volando y yo le pido "ojo de aluvión". 

Mientras espero sigo mirando al muerto, cuya presencia es a la vez la de un niño, la de un borracho y la de Ernest Hemingway. Un mesero no volador me grita desde el suelo que mi orden está lista y me la lanza. Es algo así como un filete de salmón (que detesto) mezclado con huevo y huesos de paloma. Lo atrapo y le grito al mesero no volador que yo no pedí esto. Entonces el muerto despierta y me dice que esa no es mi orden, sino suya; me siento muy apenado porque he manoseado su comida, así que se la dejo en el plato, haciendo un esfuerzo inútil porque se vea un poco menos repugnante. "Era avezado en el uso de 27 tipos de armas", me dice el muerto, y yo sé que se refiere a sí mismo y a Hemingway, pero también que se trata de dos personas distintas que confluyen en él y están presentes. Es el Hemingway joven, el soldado, no el iniciador del estereotipo del turista gringo de las gafas oscuras y suéter tortuga, un viejo, podríamos decir, que se ve cada día más joven; pero también se refiere a que cada año que tengo es un arma. La edad es un arsenal. "... en el uso de 27 tipos de armas", dice un par de veces más, mirando al vacío que nos separaba de la calle.

Tiene sentido que fuera Hemingway porque antes de dormir estuve revisando las hojas mecanografiadas que empecé en enero. De Hemingway (aunque hay otras presencias en ese ejercicio de mecanografía, sobre todo Philip Roth y Stendhal) imito el escribir de pie, cada mañana, y tratar lo que salga en esas páginas como algo sagrado. No es una escritura automática, simplemente una ascética, una mecanografía ritual, 20 lignes par jour, génie ou pas. Pero ayer rompí ese acuerdo, tuve un exabrupto e hice un berrinche en la página (consistente en interrumpir un pensamiento para poner en mayúsculas algo como "PUTA MADRE NO ME QUIERO ENFERMAR", etc.) Creo que por eso me enfermé. 

La señorita E. entró al cuarto para preguntarme si quería comer. Me despertó y me alarmé un poco, pero pude retener la conciencia del sueño hacia la vigilia, así que fue como nadar de la parte honda del río a la ribera Al despertar comencé a escribir esto mientras comía, sintiéndome mucho mejor. Justo antes de dormirme recibí tu mensaje de que los pájaros que esta mañana desfilaron por la cornisa de mi ventana -nunca ocurrió antes- eran tus emisarios y que venías a curarme. Y pues gracias, me siento mejor. Tú sabes quien eres.

domingo, 10 de febrero de 2013

La (pen)última y nos vamos

Este texto abre la columna Historia de la literatura ninja, alojado generosamente, y con periodicidad quincenal, en el blog del proyecto Telecapita.


, Pretender que una enfermedad contraída a través de las palabras sea curada por las palabras: la literatura es la alucinación que, como si se tratase de la medicina de los venenos, permite que un veneno se convierta en su propia cura.


, Tal vez la literatura no siga sino el rumbo de la adicción. Uno se acuerda aquí de Deleuze y su diccionario donde "B" es de "beber": el alcoholismo es una cuestión de cantidad y de compromiso, dice; de cantidad, por un lado, porque la sumatoria de las bebidas no es caótica sino acumulativa, y paradójicamente tiende a cero. Todo verdadero alcohólico sabe que no se bebe cualquier cosa. Un borrachito vulgar beberá lo que sea, cuando sea, y efectivamente podrá dejar de beber en el momento que sea. El alcohólico no: el alcohólico bebe como una especie de compromiso, puede ser, con una bebida, su favorita, es cierto, cuya cuenta se pierde en el tiempo —pero sobre todo bebe como un compromiso de llegar al último vaso, dice Deleuze, al vaso que en retrospectiva le dará la medida del conjunto: su propia medida. Sin embargo no se trata sino de una estratagema: llegar al último vaso en verdad (para decirlo en términos de física) haría colapsar la función de la bebida, es decir, lo dejaría incapacitado para beber, lo cual sería intolerable; por lo tanto, lo que el alcohólico busca es el penúltimo vaso, el que le permitirá aproximarse al colapso sin colapsar, como un funambulista que camina entre dos océanos, uno de fuego y otro de vómito. La literatura, pues, funcionaría bajo este esquema como la tentativa de agotar un campo o una posibilidad, paradójicamente, extendiéndola indefinidamente.



, ¿Pero qué decimos cuando decimos literatura? Siempre me han dado pereza esas discusiones. Discurso escrito, letra, interpretación de la letra… He preferido por lo regular referirme a escritura, cuyas posibilidades no se agotan en el horizonte de los géneros literarios y permiten integrar las lecturas que comúnmente se le han dado a la literatura, poniendo especial énfasis en sus procesos de producción. Para decirlo con el epitafio de Byron a su perro, la escritura como concepto, provisionalmente, parece tener todas las virtudes de la literatura sin tener ninguno de sus defectos.



, La escritura, pues, será ese penúltimo vaso que el adicto a la literatura está buscando incesantemente, cuya búsqueda se le ha dado como una orden y a la cual no es libre de renunciar (la anterior fórmula proviene de Kafka). Sin embargo hay enfermedad: la producción de sentidos, la utilización productiva de las palabras se vuelve siniestramente contra sí misma, amenaza con destruir el mundo y no sólo el mundo sino la posibilidad de que exista un mundo, claro, como sentido. El escritor, como el alcohólico (y qué maravillosa variante la del escritor que escribe borracho y corrige sobrio, es decir, que vive intensamente su síntoma, como Gide o Hemingway o Verlaine), se acerca peligrosamente al límite para vislumbrarlo, para avizorarlo en la distancia, para saber que existe el horizonte en que escribir deja de ser necesario. Necesidad que lo atrae y que a la vez lo aterra: la admiración del ojo del huracán desde la proa del barco, donde todas las imágenes monstruosas de la imaginación se dan rienda suelta para decir el fenómeno de la ola que, como una montaña móvil, viene hacia él para destruirlo.



, En el segundo libro de poesía de Gonzalo Rojas, Contra la muerte, se lee una "Advertencia al poeta Guillermo Sucre cuando quiso dejar la poesía", cuya primera parte termina con los versos: "Porque el que nace en él, ya es otro. El que ya empieza,/ ya empieza a ser del sol, ya no tiene escritura:/ ya no tiene escritura porque tiene palabra." En esa acumulatoria donde el yo se vuelve otro, donde se despersonaliza radicalmente, el ejercicio acumulatorio toca su fin sin colapsarse: la disciplina, el compromiso con el trabajo literario se convierten en una forma ineludible de responsabilidad (chamánica, se diría) y que se confunde sin cancelarse con el grado supremo de la posibilidad, cuando esta se torna imposibilidad, o negación de toda posibilidad: se dice de alguien que es íntegro que tiene palabra, que su palabra empeñada vale lo mismo que el acto ya consumado. Sospecho que ese es precisamente el límite, el borde al que el trabajo literario nos avecina, con el peso de una adicción que va minando los cimientos de todas nuestras certezas: la responsabilidad no necesariamente ligera del vidente, de una actividad humana que podemos analizar en coloquios y ensayos, que puede o no —sobre todo no— merecer premios y becas, que puede consignarse en diversos medios impresos y electrónicos: la responsabilidad social de buscar una forma de verdad. Pero la comunidad que un libro produce es muy distinta en nuestros días a la que había posible en el pasado.



, Recientemente, por ejemplo, leía unos versos del poeta ruso Yevgeni Yevtushenko a propósito del campo de trabajo de Babi Yar que, aunque abordan el fascismo y la muerte de miles de personas por el antisemitismo del estado estalinista, francamente me pasaron de largo. Yevtushenko mismo advierte de esto en su Autobiografía precoz, cuando se dirige al lector occidental con la admonición de que en Rusia ser poeta es muy diferente a lo que se entiende por ser poeta en el margen occidental del Volga: el poeta ruso tiene (al menos en los 50, en la época que Yevtushenko describe) la responsabilidad social de ser una suerte de guía moral para la gente. ¿Pero de qué tipo de responsabilidad estamos hablando? ¿De qué tipo de sociedad? Ana Ajmátova clarifica un poco esta cuestión en Réquiem, cuando cuenta que, esperando en la nieve junto a otras madres por noticias de sus hijos encarcelados, alguien la reconoce y la llama por su nombre. El rostro de la señora que estaba detrás, entonces, se ilumina en medio de esa espera infernal: al haber una poeta involucrada, la memoria no se perderá; la presencia misma de Ajmátova funciona como una especie de garante ético diferido: si el dios de los judíos no ha intercedido por ellos, al menos la poesía prevalecerá como garante de que el evento ha tenido lugar. Es cierto, la sociedad ha cambiado desde entonces, y podemos blandir nuestros nietszches y nuestros blanchots a diestra y siniestra —sobre todo siniestra—pero, para esa desconocida señora rusa en medio de la nieve, junto a la Ajmátova, la presencia de la poeta era suficiente consuelo, y el consuelo en tiempos duros no puede escatimarse.



, No se espera, pues, que el poeta diga —remedando a Lenin— qué hacer sino qué ha sido, qué ha pasado: es el que nos cuenta nuestra propia historia —o si hace demasiado ruido la función histórica del poema (a pesar de que existen civilizaciones enteras que conocemos solamente por un puñado polvoso de canciones), el poeta es la presencia que garantiza la transmisibilidad del evento. Ese contar, al menos en Yevtushenko, se vuelve un tener palabra cuando se le escucha leer (incluso en traducción, incluso siguiendo la lectura en ruso, incluso no siendo hablante de ruso) Babi Yar, obra de la cual sus versos son únicamente rieles o partituras para el monumental tranvía de su voz, para sus contrastes, para su capacidad casi mediúmnica de dar palabra a los que no la tienen, como si fuesen ellos mismos los que la dijeran, como si dijeran incluso aquello —y esta es la verdadera magia del poema— que no saben que saben