domingo, 10 de febrero de 2013

La (pen)última y nos vamos

Este texto abre la columna Historia de la literatura ninja, alojado generosamente, y con periodicidad quincenal, en el blog del proyecto Telecapita.


, Pretender que una enfermedad contraída a través de las palabras sea curada por las palabras: la literatura es la alucinación que, como si se tratase de la medicina de los venenos, permite que un veneno se convierta en su propia cura.


, Tal vez la literatura no siga sino el rumbo de la adicción. Uno se acuerda aquí de Deleuze y su diccionario donde "B" es de "beber": el alcoholismo es una cuestión de cantidad y de compromiso, dice; de cantidad, por un lado, porque la sumatoria de las bebidas no es caótica sino acumulativa, y paradójicamente tiende a cero. Todo verdadero alcohólico sabe que no se bebe cualquier cosa. Un borrachito vulgar beberá lo que sea, cuando sea, y efectivamente podrá dejar de beber en el momento que sea. El alcohólico no: el alcohólico bebe como una especie de compromiso, puede ser, con una bebida, su favorita, es cierto, cuya cuenta se pierde en el tiempo —pero sobre todo bebe como un compromiso de llegar al último vaso, dice Deleuze, al vaso que en retrospectiva le dará la medida del conjunto: su propia medida. Sin embargo no se trata sino de una estratagema: llegar al último vaso en verdad (para decirlo en términos de física) haría colapsar la función de la bebida, es decir, lo dejaría incapacitado para beber, lo cual sería intolerable; por lo tanto, lo que el alcohólico busca es el penúltimo vaso, el que le permitirá aproximarse al colapso sin colapsar, como un funambulista que camina entre dos océanos, uno de fuego y otro de vómito. La literatura, pues, funcionaría bajo este esquema como la tentativa de agotar un campo o una posibilidad, paradójicamente, extendiéndola indefinidamente.



, ¿Pero qué decimos cuando decimos literatura? Siempre me han dado pereza esas discusiones. Discurso escrito, letra, interpretación de la letra… He preferido por lo regular referirme a escritura, cuyas posibilidades no se agotan en el horizonte de los géneros literarios y permiten integrar las lecturas que comúnmente se le han dado a la literatura, poniendo especial énfasis en sus procesos de producción. Para decirlo con el epitafio de Byron a su perro, la escritura como concepto, provisionalmente, parece tener todas las virtudes de la literatura sin tener ninguno de sus defectos.



, La escritura, pues, será ese penúltimo vaso que el adicto a la literatura está buscando incesantemente, cuya búsqueda se le ha dado como una orden y a la cual no es libre de renunciar (la anterior fórmula proviene de Kafka). Sin embargo hay enfermedad: la producción de sentidos, la utilización productiva de las palabras se vuelve siniestramente contra sí misma, amenaza con destruir el mundo y no sólo el mundo sino la posibilidad de que exista un mundo, claro, como sentido. El escritor, como el alcohólico (y qué maravillosa variante la del escritor que escribe borracho y corrige sobrio, es decir, que vive intensamente su síntoma, como Gide o Hemingway o Verlaine), se acerca peligrosamente al límite para vislumbrarlo, para avizorarlo en la distancia, para saber que existe el horizonte en que escribir deja de ser necesario. Necesidad que lo atrae y que a la vez lo aterra: la admiración del ojo del huracán desde la proa del barco, donde todas las imágenes monstruosas de la imaginación se dan rienda suelta para decir el fenómeno de la ola que, como una montaña móvil, viene hacia él para destruirlo.



, En el segundo libro de poesía de Gonzalo Rojas, Contra la muerte, se lee una "Advertencia al poeta Guillermo Sucre cuando quiso dejar la poesía", cuya primera parte termina con los versos: "Porque el que nace en él, ya es otro. El que ya empieza,/ ya empieza a ser del sol, ya no tiene escritura:/ ya no tiene escritura porque tiene palabra." En esa acumulatoria donde el yo se vuelve otro, donde se despersonaliza radicalmente, el ejercicio acumulatorio toca su fin sin colapsarse: la disciplina, el compromiso con el trabajo literario se convierten en una forma ineludible de responsabilidad (chamánica, se diría) y que se confunde sin cancelarse con el grado supremo de la posibilidad, cuando esta se torna imposibilidad, o negación de toda posibilidad: se dice de alguien que es íntegro que tiene palabra, que su palabra empeñada vale lo mismo que el acto ya consumado. Sospecho que ese es precisamente el límite, el borde al que el trabajo literario nos avecina, con el peso de una adicción que va minando los cimientos de todas nuestras certezas: la responsabilidad no necesariamente ligera del vidente, de una actividad humana que podemos analizar en coloquios y ensayos, que puede o no —sobre todo no— merecer premios y becas, que puede consignarse en diversos medios impresos y electrónicos: la responsabilidad social de buscar una forma de verdad. Pero la comunidad que un libro produce es muy distinta en nuestros días a la que había posible en el pasado.



, Recientemente, por ejemplo, leía unos versos del poeta ruso Yevgeni Yevtushenko a propósito del campo de trabajo de Babi Yar que, aunque abordan el fascismo y la muerte de miles de personas por el antisemitismo del estado estalinista, francamente me pasaron de largo. Yevtushenko mismo advierte de esto en su Autobiografía precoz, cuando se dirige al lector occidental con la admonición de que en Rusia ser poeta es muy diferente a lo que se entiende por ser poeta en el margen occidental del Volga: el poeta ruso tiene (al menos en los 50, en la época que Yevtushenko describe) la responsabilidad social de ser una suerte de guía moral para la gente. ¿Pero de qué tipo de responsabilidad estamos hablando? ¿De qué tipo de sociedad? Ana Ajmátova clarifica un poco esta cuestión en Réquiem, cuando cuenta que, esperando en la nieve junto a otras madres por noticias de sus hijos encarcelados, alguien la reconoce y la llama por su nombre. El rostro de la señora que estaba detrás, entonces, se ilumina en medio de esa espera infernal: al haber una poeta involucrada, la memoria no se perderá; la presencia misma de Ajmátova funciona como una especie de garante ético diferido: si el dios de los judíos no ha intercedido por ellos, al menos la poesía prevalecerá como garante de que el evento ha tenido lugar. Es cierto, la sociedad ha cambiado desde entonces, y podemos blandir nuestros nietszches y nuestros blanchots a diestra y siniestra —sobre todo siniestra—pero, para esa desconocida señora rusa en medio de la nieve, junto a la Ajmátova, la presencia de la poeta era suficiente consuelo, y el consuelo en tiempos duros no puede escatimarse.



, No se espera, pues, que el poeta diga —remedando a Lenin— qué hacer sino qué ha sido, qué ha pasado: es el que nos cuenta nuestra propia historia —o si hace demasiado ruido la función histórica del poema (a pesar de que existen civilizaciones enteras que conocemos solamente por un puñado polvoso de canciones), el poeta es la presencia que garantiza la transmisibilidad del evento. Ese contar, al menos en Yevtushenko, se vuelve un tener palabra cuando se le escucha leer (incluso en traducción, incluso siguiendo la lectura en ruso, incluso no siendo hablante de ruso) Babi Yar, obra de la cual sus versos son únicamente rieles o partituras para el monumental tranvía de su voz, para sus contrastes, para su capacidad casi mediúmnica de dar palabra a los que no la tienen, como si fuesen ellos mismos los que la dijeran, como si dijeran incluso aquello —y esta es la verdadera magia del poema— que no saben que saben

No hay comentarios :

Publicar un comentario

mis tres lectores opinan: