No es ningún secreto entre mis pocos pero entrañables amigos que he jurado un odio ciego e irracional a la ciudad de Querétaro. Plano secuencia de mi primer exilio, sustituto de mi ciudad natal, Querétaro estaba condenado a ser una idea que me ligó desde siempre al dolor de la pérdida de la infancia. Nací en Ciudad de México y llegué a vivir aquí al principio de mi interminable adolescencia. Duré poco, me pasó de todo y ahora vivo muy feliz en una pequeña casa desde donde son visibles las garzas blancas sobre la niebla de Xochimilco, por la mañana. Aclaro que, como los mentados amigos suelen decirme, Querétaro es en sí una ciudad muy bella. No podría estar más de acuerdo. Bella y cómoda, un jardín de niños rodeado por el paisaje del semidesierto. Y su belleza es su misma maldición: no se puede vivir sobre un monumento histórico, donde todo parece recién pintado, recién instalado, con la fragilidad de lo que no perdura. Qué diferencia con la CIudad de México, que no teme mutar, reinventarse, destruirse si es preciso para sobrevivir.
Así, quedará entendido que mi odio por esta ciudad está decantado sobre unos cuantos desafectos y memorias, algunas personas que no por la lejanía les guardo menos gratitud, y sobre todo, aunque desentone, por el implacable sol vertical que todo lo erosiona -no es el sol oblicuo y sereno, templado de Ciudad de México, sino un peso de calor como en el norte sangriento, una luz como un animal de vidrio derretido sobre la espalda. Mi enemistad con esta ciudad, sin embargo, está acotada por una imagen que poco a poco se vuelve recurrente y sustituye las memorias oscuras, el tiempo perdido, la gente que me mostró la vileza y la disciplina y el amor, la frialdad de mi habitación en casa de mis padres, por todos los rasgos una tumba abierta, cuando vuelvo a pensar en Querétaro.
Desde el cuarto que aún conservo en casa de mis padres, en las afueras de la ciudad, se ve un monte de nopales, huizaches, ortigas, biznagas, garambullos, yucas y mezquites retorcidos. Hace unos años aún se veían conejos pardos y algunas serpientes; hoy se desarrollan grandes proyectos residenciales en la zona y el monte desaparecerá en pocos años. Mientras estoy en esta casa por la ventana se ven siempre colibríes, rápidos y agudos como abejas enjoyadas. Pájaros mucho más bellos que sus parientes de la ciudad, hay que decirlo: aquí son verde brillante, exagerada y precisa la comparación del jade, mientras que en el DF son opacos, grises o cafés, y mucho menos numerosos, lo que en el caso de los colibríes es un factor del asombro, acrecentado por el número de ellos. La cercanía de la campanilla o hueledenoche detrás de la cerca que separa la casa de mis padres del monte debe ser, sin duda, la razón de la preferencia de esta parvada de pájaros-insecto por el ángulo visual que coincide en altura con mi ventana. Todo lo demás de esta ciudad puedo -debo- olvidarlo.
No puedo evitar relacionarme también con esa sensación entre llanamente fría y sosegada, descrita maravillosamente por Jorge Eduardo Eielson en esa novela-poema que es Primera muerte de María. Este fragmento en especial, en uno de los capítulos intercalados donde el relato se interrumpe y un fronterizo personaje Eielson medita sobre su trabajo, se traslapa sin violencia desde su intención original, Lima, sobre la circunstancia histórica de Querétaro. Me parece, además, muestra exacta de esa sensación distante y tranquila que Eielson ha desarrollado sobre su relación con la ciudad de Lima, y a la cual no puedo sino aspirar. Producto, por supuesto, del replanteamiento de la relación sujeto-ciudad en el tiempo y el espacio. Distancia y años son la fórmula de la paz. La madurez será, lo creo, un asunto más complicado.
" 11 de septiembre de 1980
Pero, qué es Lima para mí, hoy, se me preguntará. He aquí una respuesta: nací en Lima de casualidad, como he podido nacer en Pekín, Roma o Iquitos. No me liga a mi ciudad natal sino un recuerdo borroso como su garúa y su neblina, y una infinita abulia, seguramente generada por la esterilidad de su paisaje. (...) Mis pocos afectos familiares son igualmente tibios y tranquilos como el clima, y los dos o tres amigos que allí me quedan, sinceros y permanentes. Una suerte de tabula rasa, una horizontalidad, una discreta sonrisa geográfica -el mar que lame sus flancos- han hecho de la anémica Lima una suerte de limbo. Nada sobresale de la chatura dominante, nada detona ni desdice -aún hoy- su pequeño abolengo español, con aires de gran ciudad y alma provinciana. (...)
Sin embargo, para mí que nací exiliado y moriré exiliado, porque el exilio es mi estado natural, geográfico, social, afectivo, artístico, sexual, Lima no es una ciudad para vivir sino, al contrario, un lugar ideal para morir: un cementerio."
Jorge Eduardo Eielson
Primera muerte de María
FCE, 1988, 1a ed.